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El día que Francisco Pizarro y sus huestes invadieron y saquearon la ciudad sagrada del Cusco [VÍDEO]


El cronista español López de Gómara precisa que la soldadesca invasora no respetó nada, incluso fueron profanadas las momias de los soberanos incas, de quienes se llevaron sus joyas. Garcilaso de la Vega describe a los soldados españoles entrando y saqueando los palacios y templos, en particular al Coricancha, cuyos muros estaban decorados con piedras preciosas y cubiertos de grandes placas de oro y plata. 

Tras asesinar a Atahualpa, la columna comandada por Francisco Pizarro partió el 11 de agosto de 1533, es decir, unos nueve meses después de su llegada a Cajamarca. No estaba enterado de que tenía por delante aún tres meses de camino antes de llegar a Cusco, la capital de los incas.

El trayecto escogido fue aquel que tomaba el gran camino de los incas que unía Cusco con el norte del imperio. Estaba pues bien señalado y era relativamente cómodo, pero a diferencia de lo que había sucedido entre Tumbes y Cajamarca, los hombres de Pizarro ya no constituían solamente una tropa ligera en cuanto a sus efectivos y esencialmente militar. Ahora, había cerca de cuatrocientos soldados españoles, numerosos auxiliares indígenas reclutados en el camino, pero también traídos de Nicaragua, esclavos negros, un número incalculable de cargadores y de llamas que transportaban los equipajes y los bienes personales de los españoles, servidores, concubinas, y, claro está, además, el nuevo Inca títere, Tupac Huallpa, su familia y su “corte”.

El gran camino de los incas, perfectamente construidas y señalizadas, facilitaron
el traslado de los invasores y sus aliados colaboracionistas.
| Foto: Camino Inca en la región Áncash/Qhapaq Ñan Perú

El comienzo del viaje se desarrolló sin mayores problemas. El camino era conocido por los españoles hasta Huamachuco, visitada algunos meses antes por de Soto y Hernando Pizarro. Allí la hueste fue bien recibida. El gobernador, dice Cieza de León, dio la orden a sus hombres de no importunar a la población. No era visible señal alguna de resistencia verdadera de parte de los restos del ejército de Atahualpa aún presentes en la región, pero que aparentemente trataban de regresar a sus bases de Quito.

Un príncipe imperial Huari Tito, aliado de los españoles y a quien Pizarro había enviado por delante para supervisar el despeje del camino y la reparación de los puentes colgantes, cayó en una emboscada y fue muerto por los hombres del general Quizquiz, quien dirigía a las tropas aún en pie de guerra. Pizarro y sus huestes, empujados por algunos de sus consejeros indígenas, presintieron que el general Challco Chima, aunque era su prisionero, permanecía en contacto con sus antiguos soldados, y seguía siendo en realidad el alma de la resistencia inca. Se decidió pues someter al general yana a una vigilancia aún más estrecha.

De manera general, las etnias indígenas con que se encontraron se mostraban favorables, como los huaylas que espontáneamente se pusieron al servicio de los españoles y les proveyeron los cargadores necesarios. Incluso un cacique huanca, Huacrapáucar, vino del sur junto con sus hombres para someterse a los españoles.

En Chocamarca, en un tambo del camino de los incas, encontraron una buena cantidad de oro destinada al rescate de Atahualpa, pero que, por razones desconocidas, no había llegado a Cajamarca y había sido abandonada en el camino.

Cerca de Tarma, la hueste fue informada de la llegada inminente de un gran número de escuadrones enemigos. Después de deliberar rápidamente con sus capitanes, Pizarro decidió abandonar precipitadamente el campamento e hizo formar a sus hombres en orden de batalla sobre una llanura alta muy fría donde pasaron la noche esperando en vano el asalto enemigo. Los españoles sospecharon después que los indios del lugar habían dado esta falsa noticia para obligarlos a dejar su pueblo. A la entrada de Tarma, un jefe militar fiel a Atahualpa, Yucra Huallpa, a la cabeza de soldados oriundos del norte, trató de detener la columna española, pero los caciques locales, opuestos desde siempre a la hegemonía de los incas, se negaron y Yucra Huallpa se replegó hacia el sur.

A su llegada a Jauja el botín no estuvo a la altura de las expectativas de los ibéricos. Estos sospecharon que los caciques se habían llevado o escondido muchas cosas. El incendio de la principal aglomeración del valle, Jauja, ordenada por Yucra Huallpa, causó también grandes pérdidas. Hubo algunos sangrientos combates callejeros en la ciudad con los últimos defensores. Sin embargo, la tropa invasora y sus aliados pudieron encontrar alimentos en abundancia y cientos de fardos de tejidos. El templo del sol proporcionó un poco de oro y de plata, pero también las vírgenes que lo servían, quienes fueron víctimas de vejámenes y abusos, mientras tanto, los jinetes recorrían los alrededores y aterrorizaban a las poblaciones ahora indefensas.

Pizarro permaneció aproximadamente unos quince días en Jauja. Su estancia fue marcada por dos acontecimientos de naturaleza muy diferente. Desde mucho tiempo atrás, se le había informado de que las comarcas al sur de Jauja y por las que iba a tener que pasar, estaban pobladas por etnias tradicionalmente enemigas de los incas desde que éstos las sojuzgaron. Entonces, se esmeró en ganar su alianza, sobre todo la de los huancas, la más importante. Los jefes tradicionales, reticentes al principio, terminaron encontrándose con Pizarro y sellaron con él una suerte de alianza. Esta suerte de pacto facilitó enormemente la empresa de los españoles en la segunda mitad de su trayecto hacia Cusco.

Si, por un lado, los asuntos referentes a los indios se arreglaban para Pizarro de la manera más ventajosa para él, un segundo acontecimiento vino a complicarlos y a darles un giro inesperado. Durante la estancia en Jauja, Tupac Huallpa, el Inca fantoche, cayó enfermo y murió. Cieza de León afirma que Pizarro se sintió muy afligido por ello porque el difunto le había demostrado una buena amistad.

En cierta medida, en lo de la legitimidad que Tupac Huallpa supuestamente debía representar al lado de los españoles, había que empezar todo de nuevo.

Desde mucho antes, sospechoso de confabularse con los enemigos de los españoles, de tenerlos informados y quizás hasta de comandarlos en secreto, Challco Chima fue acusado abiertamente de haber asesinado al Inca. Algunos recordaban haberlo visto dando de beber a Tupac Huallpa poco antes de su sospechosa muerte. Otros hicieron remontar más atrás las malas intenciones del general yana. Afirmaban que Challco Chima, ya desde Cajamarca, había envenenado poco a poco al soberano para castigarlo por su alianza con Pizarro y privar al gobernador del apoyo decisivo que él representaba.

Muy consciente de la gran utilidad, para los fines que perseguía, de tener un soberano indígena a su lado, optó por buscarle sin demora un sustituto al Inca difunto.

Los orejones de Cusco apoyaron enérgicamente a un candidato perteneciente a las panacas de la capital. Propusieron a un hermano de Tupac Huallpa, llamado Manco. Challco Chima participaba en el debate a pesar de las sospechas que pesaban sobre él. Como era previsible, adelantó la candidatura de un hijo de Atahualpa que residía entonces en Quito, Atítoc.

Frente a este nuevo avatar dinástico, Pizarro terminó adoptando una posición no carente de duplicidad. Simuló inclinarse por el candidato cusqueño y pidió a los orejones que hagan venir ante él al príncipe de su elección mientras que, a espaldas suyas, decía a Challco Chima que haga lo mismo con Atítoc. Pedro Sancho, secretario de Pizarro, revela esta actitud para decir lo menos, retorcida. En todo caso, muestra el juego que este pensaba hacer con los diferentes linajes imperiales, controlándolos y utilizando sus rivalidades, un juego que le había servido tanto durante el enfrentamiento entre Huáscar y Atahualpa.

Los españoles recibieron la noticia de que Cusi Yupanqui había retomado Cajamarca, la había destruido y se había llevado el cadáver de Atahualpa hacia Tomebamba. Pizarro tomó entonces varias decisiones en cuanto a las acciones futuras. Convencido de la necesidad de un segundo polo español, pensó en fundar una ciudad en Jauja. El único centro colonial que existía entonces, San Miguel de Piura, se hallaba ahora a cerca de doscientas leguas al norte.

Los invasores continuaron hacia Cusco dejando sus equipajes, en particular el oro que les correspondía del rescate de Atahualpa, porque ahora era necesario ir rápido y ya no entorpecerse de manera desconsiderada.

En su trayecto, los españoles plantaban cruces a su paso, como símbolo de tomar posesión de esa zona en nombre de Dios y del rey de Castilla, como también para señalar su paso a otros españoles que habían partido en busca de una vía alternativa a la de los Andes para unirse con la columna de Pizarro.

Finalmente, en el plano militar, el 23 de octubre, Pizarro envió por delante de su tropa a un fuerte escuadrón de caballería dirigido por Hernando de Soto, con la orden formal, al cabo de su viaje, de no ingresar en la capital de los incas y esperar si fuese necesario tres o cuatro días.

Pizarro y el grueso de sus hombres dejaron Jauja el 27 de octubre. De Soto avanzó sin dificultad. Las etnias cuyos territorios atravesaba, soras, ancaraes y pocras, eran también enemigas juradas de los incas quienes, en el siglo anterior, las habían sometido. No obstante, Pizarro supo pronto que Hernando de Soto, a pesar de la ayuda de sus auxiliares indígenas, había encontrado fuerte resistencia en Vilcashuamán. Sus hombres, al verse en dificultades, tuvieron que refugiarse en la fortaleza inca. Hubo varios asaltos de una y otra parte. Finalmente, los españoles consiguieron salvarse cuando liberaron a las mujeres del lugar que habían capturado, algo que calmó el ardor del enemigo.

Mientras más se acercaban a Cusco los españoles, los partidarios de Atahualpa se mostraban más eficaces y numerosos, aunque, como las etnias anteriores —y por las mismas razones— los chancas de la región de Andahuaylas se aliaron con los invasores.

Hernando de Soto fue, una vez más, presumido en demasía. Él quería, a cualquier precio y pese a las órdenes recibidas, ser el primero en ingresar en Cusco, incluso a riesgo de graves imprudencias. Pedro Pizarro afirma que, habiéndose enterado de la cercanía de Almagro, en lugar de esperarlo, de Soto había corrido las etapas. Había llegado frente a los indios con una caballería extenuada que tuvo que atacar en una fuerte pendiente cuya cima estaba en manos de aquellos, por ende, en las peores condiciones. Murieron cinco españoles y quedaron heridos diecisiete. Perdieron unos quince caballos, algo que ocurría por primera vez. Aparentemente los indios ya no tenían miedo y combatían cuerpo a cuerpo entre los soldados y sus monturas. Luego de una noche de angustia para los españoles, los salvó el anuncio de la llegada de Almagro.

Pizarro y sus huestes, exasperados seguramente muy tensos también por la cercanía del descubrimiento de Cusco del que esperaban tanto pero ignoraban qué recibimiento tendrían, la tropa española veía en todas sus desgracias la mano de Challco Chima. Pizarro lo amenazó con el peor castigo y le hizo poner de nuevo las cadenas. Algunos días después, los españoles llegaron a Jaquijaguana, casi en vistas de Cusco. Ahí, a Pizarro y a sus hombres les esperaba una sorpresa. Manco Inca Yupanqui, el heredero del imperio que habían propuesto los orejones de Cusco reunidos en Jauja, se presentó ante Pizarro, para ponerse, por decirlo, así bajo su protección y hacerse reconocer por él. Era un jovencito, casi un adolescente, como su predecesor, Tupac Huallpa, sin ninguna experiencia política, manipulado por su entorno. Challco Chima fue la primera víctima de este acercamiento. Como en el caso de Atahualpa, los cronistas insisten en el hecho de que su muerte fue solicitada por Almagro a Pizarro. El general yana polarizaba, con razón seguramente, el odio de los soldados y de sus aliados indios. Además, si los españoles se apoyaban tan abiertamente en la aristocracia de Cusco, Challco Chima ya no servía para nada, su muerte se convertía incluso en una buena garantía que se daba a los orejones de Cusco. Challco Chima fue pues conducido a la hoguera para ser quemado vivo. A diferencia de Atahualpa, se negó a convertirse (bautizarse) como se lo sugirió fray Vicente de Valverde y pereció en las llamas.

Manco Inca Yupanqui, fue propuesto por los orejones de Cusco para asumir el
cargo de nuevo inca títere de los españoles.

En Jaquijuagana, en medio de una bella comarca muy poblada y cubierta de cultivos, la hueste española encontró unos depósitos estatales abundantemente abastecidos. También capturó a doscientas vírgenes del sol. Pizarro dio la orden de no cargar con semejante séquito. Dejándolo al cuidado de algunos soldados y de auxiliares indios. Cerca del pueblo de Anta tuvieron otro sangriento enfrentamiento con los soldados de Quizquiz, pero éstos fueron derrotados. Los españoles tenían numerosísimos aliados indígenas mientras que, al mismo tiempo, las filas de Quizquiz estaban cada vez más ralas en razón de la defección de varios grupos étnicos.

De ahora en adelante ya nada se oponía al ingreso de los españoles al Qosqo, la antigua capital del Tahuantinsuyu.

Cusco, el ombligo del mundo

Los españoles y sus aliados indígenas ingresaron en una ciudad abierta, abandonada por sus últimos defensores, este hecho ocurrió el 15 de noviembre de 1533. Eran pues los dueños del corazón del imperio, del ombligo del mundo, pues tal era el sentido de la palabra Cusco en quechua, la lengua general del Tahuantinsuyu. El espectáculo que se ofrecía ante sus ojos no se podía comparar con lo que habían visto en las capitales regionales del imperio como Cajamarca o Jauja. En Cusco, dominado por la imponente fortaleza de Sacsayhuamán con tres líneas de defensa ciclópeas, se encontraban reunidos el gran templo del sol, el Coricancha, verdadero centro del imperio que acababa de desmoronarse, otros muchos lugares de culto a los que el Inca, su corte y los diferentes linajes rendían honores siguiendo un calendario muy preciso, un gran número de palacios magníficamente construidos, con piedras unidas con tanta precisión, sin argamasa, que albergaban a los emperadores y a las principales familias, los locales de la alta administración, depósitos estatales repletos de granos, tejidos, plumas de todos los colores, coca, calzado, y sobre todo una población difícil de evaluar pero que, a juicio de los primeros testigos españoles, podía ser comparada con aquella de las grandes ciudades de la península ibérica.

El Qosqo Inca fue comparada por los primeros testigos españoles con las grandes
ciudades de la península ibérica.

Después de una rápida inspección que confirmó la ausencia total de defensores, por consiguiente, de riesgos, los soldados españoles se esparcieron por la ciudad. Garcilaso de la Vega, por la raíz indígena de sus orígenes cusqueños, es mucho más confiable sobre este momento de la invasión española que sobre aquellos que lo precedieron. Describe a los soldados españoles entrando en los palacios y en los templos para llevarse el metal precioso de los ornamentos, en particular en el Coricancha cuyos muros estaban cubiertos de grandes placas de oro y de plata. López de Gómara precisa que la soldadesca no respetó nada. Las momias de los ancestros que las familias conservaban religiosamente, incluso las de los emperadores incas, fueron profanadas. Los españoles tomaron sus joyas y las vasijas con las cuales estaban envueltas en sus atavíos funerarios. Se buscaba por todas partes, pero en vano, el tesoro del Inca Huayna Capac. Pedro Pizarro, uno de los primeros en entrar a la ciudad, cuenta que en una cueva se encontraron doce estatuas de llamas, de tamaño natural, de oro y plata, y en otra, una infinidad de representaciones de diversos animales. Los auxiliares indígenas de los españoles participaron, ellos también, en el saqueo.

Como en anteriores ocasiones, en Jauja y Cajamarca, los españoles enrumbaron al Acllahuasi, con la intención de violar a las vírgenes del Sol, pero estas ya habían sido puestas a resguardo por los quiteños.

Pizarro ordenó juntar todo el oro y toda la plata en una residencia principesca, sin contar, desde luego, lo que los soldados guardaron en su poder. Había tanto, nos dice Cieza de León, que muy pronto los hombres dejaron de recoger la plata y se dedicaron solamente a tomar el oro. Algunos incluso, viendo tanto metal amarillo, sintieron pronto una suerte de empacho. Los españoles manifestaban en su búsqueda una especie de frenesí, pero, al mismo tiempo, el metal tan deseado, por su misma abundancia, perdía gran parte de su atractivo y de su valor. Se cita así el caso de un tal Mancio Sierra de Leguízamo, quien, habiéndose adueñado del gran disco solar que señalaba el centro del Coricancha, lo perdió la misma noche jugando naipes, sin mostrarse afectado en lo más mínimo por ello.

Imágenes de los muros del templo de Coricancha en Cusco que evidencian el violento
saqueo y destrucción de parte de los invasores españoles. 

Pizarro mandó instalar a sus hombres alrededor de la plaza central. Los capitanes ocuparon los palacios principescos más hermosos. Simbólicamente, Pizarro tomó para sí el que había pertenecido a Huayna Capac. La embriaguez del oro no debía hacer olvidar que, si bien el enemigo había desaparecido sin combatir, seguía estando siempre en los alrededores. Pizarro decidió entonces permanecer en Cusco junto con un centenar de hombres mientras que los otros, y en particular los jinetes comandados por Diego de Almagro y Hernando de Soto, buscaban a las tropas de Quizquiz, ayudados por indios reclutados por Manco Inca.

Los españoles improvisaron una capilla para la celebración de sus misas cotidianas por parte del dominico Fray Vicente Valverde.

Como la capital dejó de estar atenazada, Pizarro hizo proceder a la coronación —término europeo muy poco apropiado— del nuevo Inca, Manco. La ceremonia no se pareció en nada al simulacro que se había visto en Cajamarca durante la entronización del fantoche Tupac Huallpa. Esta vez se desarrolló con gran pompa, en los lugares sagrados del imperio, según los ritos habituales, en presencia de las momias de los ancestros y de la aristocracia indígena de Cusco. Desde luego, todo se desarrolló bajo la presión de los invasores para quienes el protectorado sobre el poder “legítimo” de Cusco seguía siendo un importante elemento de su política.

El 22 de febrero, sin demorarse tanto como en Cajamarca, Pizarro tomó primero la decisión de proceder a la fundición del metal recogido, y luego al reparto del botín que se desarrolló entre el 5 y el 19 de marzo. Cuenta Pedro Pizarro, quien estuvo entre los beneficiarios, que se constituyeron partes de 3 000 pesos de oro para los peones y de 6 000 para los jinetes, con toda una gama de bonificaciones y deducciones, según un sistema comparable al de Cajamarca. Si comparamos estas cifras con las del rescate de Atahualpa —en el que las partes fueron, oro y plata confundidos, de 5 345 pesos—, se constata que cada español recibió menos que la primera vez, pero cabe recordar varios puntos. En Cusco los soldados eran por lo menos el doble que en Cajamarca. Según Cieza de León, se tuvo que hacer 480 partes, en vez de las 217 del rescate de Atahualpa. Por cierto, el metal precioso recogido solamente en la capital fue reunido en algunas semanas, mientras que se necesitó mucho más tiempo para hacer venir el rescate de Atahualpa desde la mayor parte de las regiones del imperio. De todos modos, observa Garcilaso de la Vega, como fue el segundo reparto de este tipo en el espacio de algunos meses, no tuvo para los españoles la misma resonancia que el primero. No obstante, si hacemos el cálculo en base a lo arriba indicado, nos damos cuenta que del botín total de Cusco fue superior al de Cajamarca en cerca de 20°%.

Pizarro decidió también fundar una ciudad española en Cusco, sobre el mismo emplazamiento de la antigua capital de los incas. Esta fundación tuvo lugar el 23 de marzo de 1534 en presencia del nuevo Inca y de sus dignatarios. Pizarro hizo anunciar a sus soldados que aquellos que lo deseasen podrían inscribirse como vecinos de la nueva ciudad. Tal como señala Pedro Pizarro, el jefe de los invasores estaba muy empeñado en fijar allí a una parte de sus tropas y, por cierto, al mayor número posible.

Desde su llegada, Pizarro también había limpiado la ciudad de la ‘suciedad de los ídolos’, como escribe Cieza de León. Había señalado una construcción que sería la iglesia, un ‘lugar decente para decir misa’, para que se predique el Evangelio y se alabe el nombre de Jesucristo. Hizo clavar cruces en los caminos, algo que, dice el mismo cronista, ‘causó el terror de los demonios’ a quienes se les quitaba el dominio que tenían sobre esta ciudad.

Francisco Pizarro no permaneció mucho tiempo en Cusco. A pesar del éxito que significaba el ingreso en la capital, ahora le era necesario dar consistencia a su invasión, reforzar su poder e imponerse definitivamente sobre sus capitanes rivales.

Fuente: Este artículo es un extracto del libro “FRANCISCO PIZARRO: Biografía de una conquista”, de Bernard Lavallé (Investigador en Humanidades y Ciencias Sociales. Latinoamericanista e investigador de origen francés). Todos los derechos le pertenecen a su autor. Lo compartimos en esta página con un fin educativo y cultural.

En el siguiente documental puedes ver más interesantes detalles sobre cómo era el Cusco inca y cómo los españoles lo destruyeron. 


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